Monday, January 25, 2010

JOSÉ VICENTE ANAYA & ERASMO KATARINO YÉPEZ: COMO LAS MATRONAS QUE ARRULLAN A SUS HIJUELOS


UN PASEO POR EL MULADAR DE LAS LETRAS

«La entonces docente y creadora Naturaleza
es desde hace tiempo demasiada vieja para
nosotros, ¡sólo hay un medio!
¿Cuál? ¿Eléboro? ¡No! ¿Pasquín? ¡No! ¿Barrer pedagógico?
¡No! ¡Rayo! Dilo pues: ¡debes leer a los griegos!
¡Oh lamento! ¡Lamentable! ¡Oh Alemania! ¡Oh genio!
¿Imitar? ¿Griegos? ¿Qué? ¿Los vejetes esos?
¿En quién piensas? ¿Tal Vez Homero el ciego charlatán?
¿De-dem-most-móstenes y Epicuro el hereje
El todo-llanto Heráclito, el bufón riente Demócrito?
¿Fidias el fundidor de rojo, Mirón el herrero de cobre?
¿El chato Sócrates, Alejandro el torcido
y Pericles el de la cabeza como el Odeum, todos juntos?».

Sobre el éxtasis y las necesidades de nuestro tiempo
George Christoph Lichtenberg

CUANDO SE DIGA POESÍA SERÁ POR CONVENIENCIA

La dicción poética no equivale a poesía, porque se trata de un cierto estilo que se apropia de la autenticidad ajena, de un asunto de plagiadores subsecuentes. Lo que se llama estilo es una fisonomía de carácter, fiel a las condiciones que generan la cauda de la sustancia poética; es decir, aquello que resalta en la poesía como actitud de vida singular, como salida catártica que huye de la burda imitación. Imitar es lo de hoy y aparenta ser lo que no se es. Manía pestilente que siguen los poetas fraguadores de poemas ociosos, rancios, cursis, decrépitos, caducos, triviales e inútiles. Poetas que creen que la poesía se hace únicamente con palabras, con la pulsación simbólica del «yo». La poesía también es el signo de la vivencia, no solamente un estado de ánimo que se logra con posturas forzadas de lloriqueo sempiterno. La poesía se ha transformado en algo que no es poesía, en una simple reunión de palabras, en un producto notoriamente estéril en el que prevalece la intrusión de elementos accidentados y fragmentaciones de piezas extraídas estrictamente discursivas. Y a cualquier farfullador de versitos trapicheros se le legitima con el calificativo de poeta.
Y se descubre la vanidad de la empresa literaria cuando en la página 9 del fanzín culturero que padrotea el hijo putativo del pro Rubén Vizcaíno Valencia, «Identidad» (edición correspondiente al 13 de abril de 2008), se anuncian los chebisbrajos de «Cursos y talleres» —para poetizar y novelar— a cargo, respectivamente, del José Vicente Anaya y del Erasmo Katarino Yépez, altaneros y vulnerables pediches del establishment.

—También, cabe agregar, diarreas de todos los estómagos culturosos.

Y así se anuncia el mentado «Taller poético José Vicente Anaya»:

«El Centro Cultural Tijuana invita a las personas interesadas en participar en el taller intensivo de creación poética que impartirá por el poeta José Vicente Anaya, durante la semana, del lunes 5 al viernes 9 de mayo (tres horas diarias). El curso es dirigido a las personas que se inician en la escritura de la poesía, así como a quienes se interesan por aumentar sus conocimientos acerca de este género literario. El aprendizaje será propiciado a través de la experiencia en la práctica, con base en los escritos de los participantes, los cuales se analizarán de acuerdo con las características (preceptiva poética) propias de la poesía, y se harán las recomendaciones pertinentes. Además, como apoyo teórico, se expondrán temas que enriquezcan el conocimiento respecto a estilos, teorías y algunos movimientos relevantes de la poesía. Costo: 350 pesos. Mayores informes: 687.9649, literatura@cecut.gob.mx».

El interés preponderante suele ser de poco interés, puesto que la «invitación» para participar en el citado tallerzuco es un batazo de 350 varos que los «interesados» pequeñoburgueses desembucharán a cambio de oír pendejadas y garrapatear papalinas que don José, según sea el tamaño de la cruda que se cargue, dará el “visto bueno” de poesía. El «taller intensivo de creación poética» que impartirá el poeta de marras —dirigido a las personas que se inician en la escritura de la poesía, así como a quienes se interesan por aumentar sus conocimientos acerca de este género literario— ¿sobrepasará los límites de la tambarria que caracteriza a dichos cursitos?

—La pregunta es necia y de sobada interrogación.

Como el arte del pasado y destinado a los elegidos, el furor agregado para adquirir las cualidades de poeta «será propiciado a través de la experiencia en la práctica», de conformidad con una «preceptiva poética», es decir, estética, castrada por el aparato político-cultural en el que se cuaja la currícula del renegado amansado, poeta carantoñero del 68. Y ¿cuáles habrán de ser «las recomendaciones pertinentes» con las que enredará a los melolengos talleristas el señor Vicente Anaya? (además, del «apoyo teórico» que el calabobos les escupirá a los ingenuos aspirantes a poetas, a efecto de que «enriquezcan el conocimiento respecto a estilos, teorías y algunos movimientos relevantes de la poesía», y todo por un «costo de 350 pesos»). Una sobredosis de desgracia le depara a la poesía en manos de güeyes como el José Vicente Anaya que esencializan la frivolidad del verso en el tono levantístico en la intensa aglomeración de los poetastros iluminados por la pasividad y la güevonería. Y ténganlo por seguro que las explicaciones en torno a la preceptiva poética no serán otra cosa que afirmaciones abstractas, productos de un desorden epistemológico y de trilladas fórmulas del comadreo tertulero. [1]

EL VERSO NO TIENE EL CONTROL DE SU DUEÑO

Al ritmo de su «pasito duranguense», don José Vicente Anaya es otro payaso más que cae a Tijuana para estimular la negligencia literaria e hinchar el ego de gente mamona y con escasa virtud literaria. La cuantía del trofeo como agencia de poetas noveles que en un lapso de cinco días erradicarán el analfabetismo cultural. Como si el acto creativo de la poesía se pudiera lograr por la omnisciencia del señorón Anaya, zamarreando a sus discípulos con su rico caudal experiencias, con destellos impensados e inspiraciones imprevistas. O, en su defecto, como un caso extremo de veneración por la mediocridad poética para licenciar de poetastros a una media docena de tontoculos, incapaces de distinguir la virtud estética de la exaltación bohemia.

—Qué barbaridad. Ya no hay distingo entre léperos y hombres de talento.

Bur rire, de broma (o pura risa). Y para cuantificar aún más la política de acercamiento está el curso “intensivo” para graduarse como novelista, a cargo del Erasmo Katarino Yépez y «dirigido a personas decididas a convertirse en novelistas (sic) en un lapso de 12 sesiones, de las 18:00 a las 21:00 horas, del 16 de mayo al 1 de agosto» y por la módica cantidad de «700 pesos en un solo pago, o bien 800 pesos en dos pagos». Nomás les faltó que lo anunciaran en páginas escarlatas, porque aquí la literatura semeja a un artículo de lujo. Asuntos de folletín seudoliterario para aquellos tochanos que se dejen conducir ciegamente por este embaucador que, en cuestiones de novelística, anda un poco más jodido que el difunto Jorge Raúl López Hidalgo. La devaluación subjetiva de las cualidades y los talentos no es únicamente simbólica, va más allá de la simple propaganda metalenguajera. Pues tiene la tendencia de transformar en privilegios sociales y estéticamente estatutarios la condición de los seres improductivos. O sea, de esos “intelectuales” que viven aún en un estado de interdicción política y que, por su afán de refinamiento tradicional, se vuelven representantes (mezquinos y reaccionarios) de una cultura hermética y restrictiva. Una vulgar subliteratura oficial serán los troqueles de don Erasmo Katarino Yépez, resucitando expresiones estéticamente anacrónicas que resultan tan chocantes como la falsedad de sus jactancias letreras y simulacros de capilla. Paradigma del intelectual que ya no es intelectual, sino “animador” de la vida artística e insigne portavoz de las motivaciones momentáneas y de ocasión. Las ufanías que flotan en el aire son perfiles de comicidad dickensiana y, en su forma más burda, handicap de la cultura.
Como novelista y poeta, Erasmo Katarino Yépez es mediocre y bastante malo; el entramado estructural de sus novelas y cuentos deja mucho qué desear, la férula academicista y el pedantismo teórico dominan sobre el calado de las técnicas narrativas. Sumado a lo anterior, reiteradamente incurre en formulaciones abstractas de aforismos (o lo que pretenden ser aforismos) que mañosamente enquista para rellenar capítulos. En sus textos no hay prevalencia de una visión imaginativa porque derivan de una estrechez retórica, apocada y sin altura, como los enanos de un circo desolado y sin espectadores. Revelando inequívocas imperfecciones, escribe libros balbuceantes y confusos que nadie lee.

—Pero eso qué importa, si al bato le sirven como escalones o peldaños. [2]

En lo perteneciente a las artes literarias de la narración y el relato, resultan más significativos en el telurismo local, los escritores Martín Romero («La silla eléctrica», 1999) y Luis Humberto Crosthwaite («El gran preténder», 1990), quienes —no habiendo más y mientras no se demuestre lo contrario— son los narradores jóvenes más ejemplares y dignos de ser considerados como mejores novelistas de la Baja California. En caso de que un curso sirviera para erigir noveleteros, Romero y Crosthwaite serían prospectos de mejor calibre para una pedagogía en los menjurjes de la narrativa, puesto que portan credenciales válidas para ello. Pero el autor de «Comicópolis», como es una persona seria y trabajadora, no le laikan esos panchos y payasadas; y, en lo que toca al autor de «Idos de la mente», pues… qué pena, che (como diría la Paulita Peyseré), el bato, desde que dejó ser josban de la ñorsa Tere Vicencio Álvarez, se le acabó el fuero y ya no puede pasearse como perro retozón por las salas del Centro Cultural Tijuana (CECUT) como en otrora tiempos (se dice que la ruca ya no lo puede ver ni en papel china y que hasta lo quiere tumbar con una morlaca por concepto de pensión alimenticia).
Si ahora el autor de «A.B.U.R.T.O» figura como técnico de la narración, presto a impartir un cursillo en el Centro Cultural Tijuana (CECUT), su objetivo, creo suponer, es hacerse novelista junto con sus pupilos, lo cual es una afrenta para éstos últimos. En mayor abundancia, sus productos letrísticos adolecen de madurez literaria, brolis hechos al vapor, pastiches sin frescura ni poder inventivo, con ideas poco firmes, trufados en la incoherencia y la pedantería aparentemente “sapiencial”; fermentos que acaso sirven para una guía estatal de la cultura, financiados por las instituciones del socorro artístico (del cuchupo y el apalabre). [3]
En fin, como buena voluntad, sería aconsejable que hiciera suyas la palabras del polaco S.I. Witkiewics, cuando declaró, en un ensayo de su libro «Narcóticos», que «mediante la creación literaria, es decir, el llamado trino de un pájaro en una rama, no he sido capaz de llevar a cabo cosa alguna de provecho para el país ni para la sociedad».

HACIA EL PAREDÓN VERBAL DE LA FRUSLERÍA

En el catalogo de novedades de la editorial Almadía (diciembre de 2007) se ofrece en venta —por el precio de 149 pesos— el libraco del Erasmo Katarino Yépez que lleva por título «El imperio de la neomemoria». Y con todo lujo de cretinismo se promociona así tal producto:

«Estamos frente a la deslumbrante nueva entrega de un autor que se vuelve imprescindible. Leerlo en estos tiempos representa un nocaut urgente y necesario para nuestras certezas».

La intención es desvirtuar la realidad para el interés de aquellos a quienes les conviene ocultarla. Con supremo estilo de elegancia, a los “creativos”, encargados de redactar el truco publicitario, nada más les faltó agregar la atenta petición de que, una vez que el bato o la ruca que lea el referido libraco, se lo meta por el culo. Vamos a ver, ¿qué tiene de «deslumbrante» tal «entrega»?; y ¿porqué el autor de tal chingadera se ha de “volver” «imprescindible»? (imprescindible ¿con respecto a qué o a quiénes?); y ¿por qué se exagera con eso de que «leerlo en estos tiempos representa un nocaut urgente y necesario para nuestras certezas»? Ni como papel para el escusado resulta ser imprescindible, urgente y necesario a la hora de que las certezas excrementicias han sido arrojadas a la tasa o caja del tafanario (es más, ni siquiera hay noticias sobre la vendimia del libro). Ese tipo de propaganda trinquetera suele ser tan desproporcionadamente estúpida como grandes suelen ser para su talla los 50 uniformes de soldadito que se ha mandado a hacer el Felipe Calderón. Tanto el sistema político como el canon literario se disfrazan con rebuznos y eructos. Háganse genios del perogrullo y verán que hasta el chalán que va por las tortas en el Centro Cultural Tijuana (CECUT) puede ser inflado como un portentoso y deslumbrante literato y ganar el «premio Planeta» o publicar en Mondadori.

—Ahora comprendo mejor aquella canción que dice «miénteme más que la vida es una mentira».

¿Porqué se nos quiere tomar el pelo con esas falsas categorías que se detonan desde los mercadeos editoriales? Primeramente —como lo precisa Ignacio M. Sánchez Prado— porque la noción de la literatura se ha deteriorado y ha «ido perdiendo su densidad estética e intelectual» y, segundo, por un problema de fondo: «que la literatura ha dejado de ser un compromiso y se ha convertido en una commodity que busca un lugar en la circulación de capitales y en lo que hoy se llama “industria cultural”». Antes que ambages estrictamente literarios, lo que necesitan los escritores es portar una marca de los poderes mediatizadores, precavidos y traicioneros. «En el momento en que creadores, editores, crítica y público coinciden en señalar obras escritas por autores mediocres como ejemplos de literatura, este término deja de garantizar cierta calidad o compromiso. Más bien se fomenta la construcción de un público pretencioso que busca adquirir cierto prestigio con sus semejantes a través de una figura impostada de intelectual» [Ignacio M. Sánchez Prado, Para una literatura comprometida, Crítica, No. 18, octubre-noviembre de 2006].
Así, tras ese umbral de espectacularidad circense es posible cercenar las partes más inalienables del arte y la cultura, haciendo posible lo que antes parecía ser imposible de concebir y que el esteta o productor de objetos literarios esté dispuesto a rebasar los límites del romanticismo, desempeñando faenas de tamborilero, bufón, títere o mamarracho. Ya lo anticipaba Proudhon, habiéndose acabado el tiempo de la idolatría de los hombres excesivos, solamente queda recurrir al publirrelacionismo y cobijarse en la propaganda mediatizadora. Bien lo decía Larra, que aquí no se trata de saber sino de medrar. Y desde que la flor fue mordida por el gusano, comenzó la saturación endémica de poetastros, perfomanceros y novelistas que pululan y se zangolotean en el muladar culturaloide.

COMO LAS MATRONAS QUE ARRULLAN A SUS HIJUELOS

Hay que reconocer que el Erasmo Katarino, asiduo a escribir una prosa amazacotada, es paridor de una choncha producción letrera («más de una docena de volúmenes de novela, poesía y ensayo», se anota en su blof curricular) pero de escasa validez literaria. Más que literato es un escritor de bulto que pervive en la mecánica rutinaria. Son los lectores los que aupuran la fama de un escritor y el prestigio se determina por el talento y la creatividad imaginativa. El Katarino es un paria en materia de lectores y su talento cuando no cojea se arrastra. Asimismo, para el simple mortal de la perrada bajuna es una estrella apagada en la constelación de los astros rumiantes de la palabra, un ser anónimo o fantasmal que se acurruca en la madriguera de una infracultura de postín. Escritorete desvitalizado, narcisista y oportunista, difusionista de particularismos locales muy desgastados y cuyo discurso, sin cumplimiento estético, va siempre en dirección al vacío, a la nada. Y ahora funge como un técnico especializado en asuntos de enseñanza literaria, pero esa cantaleta no es nada ajena a la demagogia. En la mayor parte de sus libros (que no son obras), prevalece el don del desorden y el refinamiento de estilo es nulo. Ninguno de sus brolis es una creación espléndidamente acabada en el sentido estricto de lo literario. Y la hipótesis se apoya en una vasta evidencia empírica que ya hasta güeva da tener que recalcarla. [4]
Y en lo que respecta a la poesía, el panorama se pinta apergaminado y el decorado de fondo continúa siendo el mismo, pues, como se atestigua en los inmodestos precedentes curriculares del Erasmo Katarino, el bato, en el año 2007, fue «ganador del Premio Nacional Raúl Renan de poesía experimental» (que, en estrictu sensu, tal “poesía experimental” es un versolibrismo empobrecido que denota un caos mental por incapacidad técnica e imaginativa, insuficiente para adecuar el discurso a sus efectos estéticos). Como en la clásica ambigüedad de los oráculos, y dejándose llevar por las apariencias, premiaron a Erasmo por sus runflerías, sin sopesar que este güey no es poeta y que, a lo mucho, sólo tiene una idea cultural, más no estética de lo que significa la poesía. Se trata de pura parafernalia para endosar la calidad de poetas a quienes no lo son.

—¡Chale! Bien lo dice míster Nachón en su diario: «qué jodidos estamos».

Javier de la Mora está en lo correcto al afirmar que existe «una crisis de la filosofía de la composición», toda vez que «son pocos los poetas que al mismo tiempo que escriben aportan una reflexión sobre los sistemas sancionadores del sentido poético»; y esa omisión «es grave porque se corre el riesgo de perder el sentido creador y las herramientas estéticas que nos permiten distinguir un buen poema» [Voz Otra: un año de poesía y rigor crítico, Voz Otra, No. 5].
Efectivamente, si el ser humano ha de perdurar en comunión con la poesía, que ésta sea, cuando menos, una poesía decentemente lograda y digna de resonar en los oídos con furia animada, al ritmo de las cosas, envuelta en la felpa de las metáforas y demás recursos estilísticos que exigen sus formas de expresión. Pero hacia la poesía y la literatura no hay más postura de compromiso que las prolijas concesiones de capilla y las componendas del cuatachismo, capaces de saltar las barreras restrictivas que impedirían otorgarle a un proyecto literario mediocre una validez estética inmerecida por justas razones. En fin, ésa es la manera en que la intrascendencia se vuelve trascendencia en las etéreas instancias del arte, donde el Erasmo Katarino pretende jugar el papel de sereno en una noche oscura. Hay que recordar las palabras de Schiller cuando decía que algunos poetas son hechos por propia naturaleza, mientras que otros, buscan esa “naturaleza” para creerse poetas. Los primeros son ventanas abiertas, los segundos son solamente espejos. En el caso de don Erasmo Katarino Yépez, como poeta es una sombría oblicuidad, en cuyo fondo no brilla ni un ápice de luz. [5]

POETAS QUE NO TIENEN CABIDA EN LA POESÍA

Confirmado está que el Erasmo Katarino Yépez hace denodados esfuerzos por ser poeta y, pese a ello, se aferra a echarle margaritas a los puercos. Ya he demostrado que su poesía está como percha de gallinero, del asco. Pero él no pierde el tiempo y aprovecha la ocasión para fingirse poeta y lanzar parrafadas líricas poco menos que zarrapastrosas. [6]

—En realidad, el bato no es tonto, pero esa modita de los «metatextos» que se carga es lo que lo hace ver como un pobre pendejo.

A continuación citaré dos jaculatorias yepezinas que se hayan insertadas en el broli «Por una poética antes del paleolítico y después de la propaganda» (editorial Anortecer, 2002), sirviéndome del amargo sabor a boca que le dejó la lectura de dicho libro al men, titular del blog «Todos tus muertos», quien con justa razón afirma que el referido libraco «está, fundamentalmente, mal escrito», plagado de «errores elementales, tales como mezclar indistintamente la rima y el ritmo», etcétera; y el «demérito» principal estriba en que «sus escritos güana bi poems». Igual que la inmensa mayoría de sus cófrades, boquirrotos versadores que aspiran y suspiran en ser poetas, el Yépez y compañía de textualeros (verbigracia el Juan Carlos Reyna, el Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal, la Amaranta Caballero, el Omar Pimienta, la Paty Blake, el Gilberto Licona, la Mariana Martínez, la Abril Castro, el Horacio Ortiz Villacorta, el Roberto Navarro y párele usted de contar) han quedado bastante diezmados en el campo de honor de la poesía. Y se toma de muestra uno de los estampados miserables que confecciona, con más negligencia que imaginación, el galardonado poetastro:

«Juan Martínez, Juan nadie, Juan todos

A José Vicente Anaya

Vate vato
En una cueva escarpada
En Playas de Tijuana
Bañándose a las cinco de la mañana
En la heladez apriorística del agua
El mar
Una semilla desparramada».

Heriberto Yépez

—Ay… de los zorros sino hubiera gallinas.

Así son los motivos de hilaridad poética del autor, un juego de palabras en el que se emplea el gatopardismo como recurso retórico («la heladez apriorística del agua») y compensado con desnutridas e insípidas metáforas («una semilla desparramada»). ¿Qué sentido tiene escribir un trabuco en el que no se cotejan las emociones? Un bato que fue poeta se bañaba en el mar de Playas de Tijuana a las cinco y cacho de la mañana… ¿Y luego?

—Su “nativa rustiquez”, como decía Andrés Bello, no le da pa más enjundia.

Esos son los versitos que se incuban en la chompeta del ahora «propiciador» de cursitos dizque literarios y con los que se respalda para amacucar trofeos en “certámenes florales” y mantenerse en la gruesa nómina de los chupones de becas. Bueno, viendo las cosas desde una perspectiva pragmática, sólo a él le sirven esos badulaques gramaticales, pues gracias a ellos le dan al bato un trato personal muy fino y versallesco en los corrillos de cultura oficial. Se alberga la falsa y tonta idea que la vocación de «artista de la palabra aquilatada» (dixit Villena) suele ser algo ahistórico en la que se haya implicada la pertenencia a una clase social específica y con sus reservados privilegios que la hacen valer; cuando, por el contrario, nadie nace con vocación, pues se logra una vez que se desarrollan las aptitudes y capacidades pertinentes. Y en este entorno sociocultural, en el que prevalece un ingenuo e infame gusto literario, se erige una forma desvergonzada de “talentismo” que va de tapadillo con la mediocridad y las tentativas de acomodarse en el «hegemón» (como dirían los yupis) del arte y la cultura. Y sobra decir que tal «virtú» se extiende artificiosamente, y como publicidad pagada, en favor de aquellos espíritus selectos que cuentan con todas las credenciales de simpatía y recomendación. Las babuchas textuales que suelta el mamacallos de don Erasmo Katarino Yépez son una prueba irrefutable.

—Onanismo seudointelectual y nada más.
—Pero regresemos a su «Juan nadie, Juan todos».

Remanentes de poesía periclitada en tiempos en los que la palabra ha perdido peso y significado, a pesar de la abundante producción libresca. Priva un facilismo en el fallido intento de llevar el nominalismo a los metatextos, pero el sabor que deja en el paladar el tono declamatorio de dicha pieza, presuntamente poética (o antipoética, según sea el caso), así se palpa: «Hasta la rima es cansina, el sonido sostenido de las vocales abiertas como la a, al menos a mis oídos, no es agradable si se repite tantas veces. Luego el primer verso queda huérfano, perdido. Ni siquiera la dedicatoria a Vicente Anaya salva lo hecho (creo que fue su maestro en un taller de poesía). Lo peor es que después de estos versos el poema sigue, por dos o tres páginas más, pero ahora sin rima. Por tanto la desarmonía encabrona todo» [Todos tus muertos, martes 5 de febrero de 2008].
En el siguiente troncho letrero la expresión lírica está más moribunda y ajada que una flor pisoteada. El lenguaje en que se expresa —que debe ser un registro fiel al discurso poético— se subsume en algo parecido a un escollo de academia, grafismo lineal, sin ritmo y sin resonancia lúdica.

«Después de atrapar al ilegal
Lo metieron a un lugar
Donde no le dieron agua
En un día y medio
Temiendo que alguno
De sus compañeros hacinados
Quisiera golpearlo para
Confiscarle
Los miados
no le dieron agua
En dos días
no le dieron agua

No te preocupes
Muy peores desiertos he visto».

Heriberto Yépez

—Alegoría boba del pajarillo que posa en tomillo.

Antes que poema, el textículo merece el calificativo de noticia chusca, garrapateada por un periodista que padece autismo. Los lectores merecían leer algo menos idiota que ese eslogan de papagayo. Con frivolidades y baboseos, el protopoeta quiere presentar un “reflejo” de la realidad fronteriza sin ninguna mística de inmersión, sin efusión lírica. Pero el tema de los «ilegales» le viene de perlas para fabricar absurdas preocupaciones de un clima antropológico visto desde los cubículos de academia y experimentado sólo por vía de las lecturas y las películas. ¿Porqué no se aventura a escribir algo más audaz y que —ya de jodido— exprese estremeciendo? Ya no digamos composiciones magistrales, como las de un José Lezama Lima («un gallo color ladrillo, / en su centro y su compás, / pitagórico tomillo / dijo: yo no espero más»), en las que la oralidad se liga con inteligencia, sino algo con el mínimo «ethos estético», que —como dijo Marcuse— es el común denominador de la expresión artística.
Casi la totalidad del jijijapa que contiene el broli «Por una poética antes del paleolítico y después de la propaganda» no logra cautivar y, entonces, explícito se hace el desaire en el lector particular: «Creo que lo más ruin de esta recopilación es la falta de autenticidad. De feeling, pues. No hay poemas que hablen por sí mismos, necesitan intérprete. Los intentos de Yépez hablan de una inmadurez en el terreno poético, trayecto por el que todos, inexorablemente, tendremos que pasar, como lo corroboro con la fecha de publicación en el año 2000. Es difícil que a esa edad se alcance un nivel de liga premier. Lo importante es no apresurarse a publicar para luego no caer en arrepentimientos futuros. Si el autor es honesto debe aceptar que este trabajo es muy pobre. Creo que en sus intentos hay un abuso de la descripción, una huella que es fácil de identificar (la imitación de Bukowski), resumiendo, puedo decir que no ofrece mucho. Las partes restantes del libro son paráfrasis de leyendas indígenas y otro tanto de poética "Gringa" como el autor señala. Así es que no hay mucha tela de dónde cortar».
Y el decepcionado lector de la “magna obra”, «Por una poética antes del paleolítico y después de la propaganda», finiquita el diagnóstico: «Creo que el autor, por lo que he escuchado, es mejor crítico que poeta. Creo que le premiaron otro libro de poesía en Yucatán recientemente. Habría que ver si ya muestra cierta madurez. Lamento haber gastado cien pesos en ese libro…» [Todos tus muertos, martes 5 de febrero de 2008].

—¿Que Katarino es mejor crítico que poeta? Pues, te diré… que en lo tocante a esa faena, el «padre de Nietzsche» (dixit Nachón) también anda dando las nalgas, como podrá evidenciarse más adelantito.

En su talacha de presunto crítico literario, Erasmo Katarino Yépez también hace sus desarreglos, pues los textos que redacta para armar sus brolis y para los fanzines en los que colabora, son apuntes ligeros y desapegados del rigor analítico que no llegan al cabal ensayo. En la uniformidad benéfica de la cultura, hay quienes lo llaman simplemente literato para no tener que ocuparse de él.

LOS GATOS PARDOS DE LA CULTUROSADA OFICIAL

Que el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), a través del paquidérmico Centro Cultural Tijuana (CECUT), tenga a bien en designar a gente como el José Vicente Anaya y el Erasmo Katarino Yépez en calidad de “instructores” de aspirantes a poetas y novelistas, es una prueba contundente de que en los organismos de la cultura oficial no existen programas viables de difusión cultural y cuando los hay, éstos son erráticos e inútiles. Lo que, en realidad, se vislumbra son cursitos y talleriadas como actos de insólita prestidigitación en manos de una mafia seudocultural que se arrastra en cámara lenta, invocando la «espiritualidad» al estilo de doña Paca, la chamana vuduísta del salinato. Llamados a ventilar puras cuestiones de forma, son ellos parte del ejército de abadesas y peinadoras que ayudan a controlar y amortiguar los momentos de refulgencia histórica en la vida intelectual del país, creando, aceptando y legitimando la manufactura de cualquier cascajo y basura. Brincan mejor que las pulgas cuando se trata de asegurar su sobrevivencia (de canonjía y mecenazgo), estableciendo una buena relación con el poder, besándoles las brillosas peloneras al Sergio Vela Martínez y al Felipe Calderón Hinojosa.

—Y, vaya que si no son carasduras, pues a pesar de lo anterior se creen muy «creativos», «transgresores» y «contestatarios».

En las propuestas culturales no hay más que mediocridad, improvisación, engaño, apatía, manipulación, demagogia y confusión. Y gracias a batillos del calibre ético-estético del Chente Anaya y del Katarino Yépez, la literatura se institucionaliza aún más, se finca en la gran falsedad y se petrifica hasta convertirse en un excremento seco. Cuando la rebeldía se cura con las píldoras del CONACULTA y se hacen mangas y capirotes con los premios y las becas, como diría Pablo de Cuba Soria, a un mismo tiempo y «a la vez no se puede ser abogado de imposibles, ser discípulo de Avicena y especular si de este lado está el poeta». Antes de tirarse a dar cursos y jugarla de maestros talleristas, lo que deberían hacer es educarse con principios de una cultura democrática. Qué es para ellos un curso de literatura —para enseñar a poetizar o noveletiar—, sino la repetición de ideas ajenas, exégesis importada desde libros y con la teórica parcialidad de imponer una voluntad que debe ser libre y proyectada con sus propias reglas. Es una manifestación de autoridad en el pensamiento estético como es el estado o la propiedad privada en la relación de mando-obediencia, facturación de un arte dominador que legitima su falsedad y que en lugar de fomentar la creatividad la paraliza y la amolda a determinados esquemas, previamente configurados mediante un engañoso color de vida que no es otra cosa que una ilusión o fetiche, enteramente absorbida como una expectativa puramente abstracta.
Anaya y Yépez son unos artistas de la palabra —escrita y demagógicamente cuchupletera— que sólo pisan la superficie de la literatura. Cuando se requiere un planteamiento crítico de especificidad, su libertad de expresión y creación estéticas se restringen a los márgenes más limitados del mensaje babélico (encriptamiento, neutralidad, simbología y abstraccionismo excesivos). Por ello recurren a ambiguas y evasivas interpretaciones, creyendo que así se desprenden de todos sus prejuicios, estigmas y contradicciones. Como si la sola presencia de la política les impidiera la inspiración poética. El quehacer literario es una tarea eminentemente cuestionadota, denunciadora, crítica y es, por ende, moral, es decir, política y estética. Pero el servicio que prestan a la patria de las letras exige a los literatos que se alejen de la política y que hilen lo más delgado que puedan, cuando de asuntos escabrosos se trate. Negar la infiltración de las cuestiones políticas significa negar la existencia de la lucha de clases.

—Que se ocupen los políticos y demás grilleros de las chocantes divergencias, pues… qué caray, los poetas están únicamente para las musas.

Según ellos, la poesía, la literatura y las bellas artes están por encima de todo interés clasista o conflicto de clase. Como si en el terreno del arte y la cultura, tanto en contenido y formas de expresión, no se desarrollara una intensa lucha ideológica y política. La cultura y sus expresiones artísticas, por estar inmersas en el proceso social, político y económico, no pueden desligarse de las características, factores y condiciones que les son propias e inherentes. Desde que la burguesía llega al poder, el arte se vuelve algo político y no se realiza de acuerdo con las necesidades reales —históricas— del pueblo, sino de conformidad con los intereses de la oligarquía, sintomática reafirmación del casticismo pequeñoburgués que se heredará de generación en generación. O sea, se afila la malicia del modo en que se ata el palo seco al tierno arbolito para que no crezca chueco. Y, mientras que los señorones prebendados no irriten ni crispen los nervios, todo está bien chévere en las pías fundaciones de los privilegios y en el protectorado de las letras.
Ergo, su plan de vida como literatos orgánicos tiene como respaldo una cultura pequeñoburguesa de supuesta neutralidad política, es decir, la cuestión estética se considera como la fuente de su genuino apoliticismo. Derrotados por la consunción (pasividad que es abulia o rebeldía reprimida) y, habiendo perdido ya el último velo de decencia, no cejan de pronunciarse por un arte y una literatura neutros, apolíticos, ajenos al partidismo y a la militancia. Con su libre ejercicio de espíritu (que, en realidad, es un aprisionamiento) están contribuyendo a perpetuar la misma servidumbre de antaño; y sólo les queda mirar al mundo con ojos de cosecheros. Todo sea por la caza de las prebendas y relaciones ventajosas.

—¡Me cago en la ceguera de Jorge Luis Borges!

POR DONDE DESAGUAN LAS FINEZAS Y OTRAS MIL VIRTUDES

José Vicente Anaya, mostrando un almidonado gesto de solidaridad, aunque más preocupado por ganarse algunos adeptos y de paso, meterse en la buchaca unos cuantos chelines, acepta la encomienda —que, en realidad, es una orden que le fue dada por su «dador», a efecto de que desquite el cheque que recibe como becario “emérito”— para repujar el susodicho «taller intensivo de creación poética». Aprovechará la ocasión para exaltar las virtudes de los funcionarios de las instituciones de la cultura, entre jocosas anécdotas, charritas y refranes, rutilará espiches acerca de lo importante que resulta para México que PEMEX se abra al capital privado, hará referencia a sus éxitos alcanzados como poeta y traductor, platicará de su gran experiencia que ya se volvió inercia. Y en esa batalla trivial de la enseñanza, mientras estructura los preámbulos de las disertaciones que expondrá a sus pupilos, el bato-vate, traductor de los beats, se topará con las suculentas curvas de alguna melolenga aspirante a poetisa y la hormona se le calentará tras sucesivos tacos de ojo; entonces, el ruco, atosigado por una fiebre lúbrica casi incontenible, mirando piernas, muslos y nalgas, comenzará a caldearse, imaginándose que a esa tonta con sueños de ser poeta, después de que le soba la entrepierna y le lame los pezones, le sube la falda hasta el ombligo y le baja los calzones hasta las canillas; enseguida, y aventando hacia un lado y hacia otro los tomos del «Diccionario de la Lengua Española», el «Webster’s New World», el «Diccionario de retórica y poética» de Helena Beristáin y algunos empolvados libros de Ramón Menéndez Pidal, Vargas Vila y unas revistas de «TvNotas» y «Vanidades», entreveradas con algunos números de ediciones atrasadas de «Tierra Adentro», tiende a la chamaca, panza arriba, abriéndola de piernas y con las patitas al cielo, sobre un escritorio, imitación nogal, hecho de aserrín prensado y con las esquinas despostilladas; por el ajetreo, saltan al piso algunos volantes de publicidad del cine omnimax, panfletos de talleres de fotografía, de tributo a Inés Arredondo, de la película «El perro andaluz», del taller «Juguemos a leer», del «Ciclo de conferencias» del doctor Marco Antonio Samaniego, del «Taller literario» de Teresa Palau y Martha Parada, entre otros fláyers y folletines. Recostada la jaina, el creador “emérito”, agarrándola de las ancas se la arrima y a lienzo crudo le apunta el bichorazo; «—muérome por metérsela» —se dice a jeta cerrada; y entonces que se la deja cayetano, pompeándole padelanteipatrás, duroidale, pajueraipadentro, clausurando todo pronunciamiento de palabras, solamente gimiendo, mugiendo onomatopeyas y, a veces, maullando como gata, contorsionando la cadera, moviendo requetebien las nalgas, intercalando gritos con murmullos casi infantiles. Y es que, a pesar de su pirujez, la morra todavía está apretadita; por eso (y por sus chillidos de rata alebrestada), el vate alucina que se está cogiendo a una niña. Luego la ilusión se interrumpe cuando la suata, con un quejido medio suelto y medio apretado, que inútilmente trata de reprimir, acaba diciendo:
«—Auuch, te viniste adentro de mí, Vicente».
Una vez que los desbragados calenturientos terminan su afer cogelonesco, en tanto que el uno se sube el zíper del tramado y la tontuela que quiere ser poeta se acomoda los chones y se da una manita de gato para que no la pillen de nalgasprontas, por sucesión cronológica abandonan la salita que les sirvió de improvisada lobera (un saloncito de estar que sirve como refugio para intercambiar chismes, pegarse unas rayas de cois, chatear a escondidas o aventarse un coyotito para reponer el desvelo); finiquitado el cuchiplancheo, y aún con el semblante pálido, don Chente Anaya entrará al aula donde impartirá el curso de poetización, poniendo una carita de «aquí no ha pasado nada», y meterá la baisa dentro del morral en el que se carga su material didáctico, consultando las tarjetas en las que trae apuntadas algunas citas y reglas de la preceptiva estética para hacer fuerte el cursillo (que, al fin de cuentas, no le servirán ni para chingadas madres); un tanto fatigado por la cháchara literaria, restregándose las puntas de la barba, procurará hacer caso omiso al pensamiento libidinoso que se le regresa a la mente de utópico cochador y que le está jodiendo la memoria como un pesado flashback de imágenes que se alternan y se arrejuntan con una rapidez muy similar a los movimientos de un juego de naipes; muecas, ojos desorbitados, pantaletas, glande, humedad entre las verijas. Pero lo que tiene más persistencia es el closap del trasero redondo y carnoso de su alumna y que gustoso tentaleaba, mientras limaba y limaba la varilla, jadeando y jadeando sin decir palabra, extasiado y boquiabierto, con la ilusión de que esa frenética concupiscencia se le hiciera de piña y rábano.
«—¡Basta ya de malos pensamientos!» —le grita muy por dentro a su alter ego.
«—¡Cálmate, Vicente!, que ya no estás para esos trotes» —se autodice en sus adentros el “emérito”.
Y es que don Chentillo, quien sin duda es un mujeriego como el don Juan de Moliere, es sobre todo un hombre de la buena sociedad y que —según lo relata Stendhal en La muerte de Giacomo y Beatrice Censi— antes de entregarse a la inclinación que lo arrastra hacia las mujeres guapas procura ajustarse a un cierto modelo ideal. Finalmente, al darse cuenta que poco más de media docena de sus educandos están ya dormidos, el men la malicia y carraspea fuertemente para despertarlos; luego que los pupilos se desapendejan, el tícher retoma la punta del hilo de su disertación e inicia la clasecita de arte poética; entra de lleno en el tema, catequizando que la materialidad inmediata del verso místico es sentir cardos en el alma y florecitas en las entrañas, maceradas luego en alcohol y otros destilados de agua loca. Eso sí, todo con un verba refrenada por la tipología de la crítica moderada y con mucho respeto. Recuérdese que el ruco no actúa por cuenta propia, sino como una de las tantas mulas de carga de la ideología dominante. Padece la enfermedad del servilismo cultural y, beatamente, quiere ocultar su arribismo burocrático. Pero, lo cierto es, que preso está en las redes oficiales del estado empresarial, como presas estaban las Antillas en los tiempos de la «West Indies Limited» (poema de Guillén, 1934).

—Ay, qué tiempos aquellos en los que mimetizaba el grito pelado de Antonin Artaud, cuando leía su poesía de 1968, cuando hacía suyas las consignas de Edgar Morin, mientras se azotaba palmaditas en el pecho y los ojitos se le sartreaban de la emoción y se le emblanquecían de modo muy parecido a los de Mister Bean.
Y éstas eran las consignas que palurdiaba en aquel entonces, cuando el ahora arrepentido anarcomarxista tenía una edad promedio de 20 años:

«Empero, el secreto de la juventud es éste: vida quiere decir arriesgarse a la muerte; vida quiere decir, vivir la dificultad» [Edgar Morin, texto citado por José Vicente Anaya en «La poesía que leíamos en 1968», La Jornada Semanal, No. 239, 9 de enero de 1994].

—¡Qué bien! Mas al cabo de los años, el entonces contraculturoso Anaya, mandó a la goma toda su supuesta herencia iconoclasta y de lengua se comió un chingatamadral de tacos.

Si de libertino pagano, el africano san Agustín se convirtió en cristiano al escuchar los ecos del cielo y las súplicas de su progenitora, santa Mónica, luego-entonces —como dirían los empiristas leguleyos—, ¿porqué don José Vicente Anaya habría de continuar siendo un renegado prángana sesentaiochero y no estar en lo más alto del «cumulus» de becarios “eméritos”, en ese santuario de los literatos “aureolados” por la mano dadivosa? ¿Son las transformaciones propias de la edad o la simple metamorfosis de la crisálida? Debo suponer que para él, tal conducta no es política ni moralmente reprochable; es… ¿cómo dijéramos?... Ya sé: una especie de virtud antigua, mas no una alianza con el poder. De cualquier manera, en la casa del potentado todo es perdonable y el pasado comunistoide o anarcojipesco es algo secundario, una bagatela. Pero, ahora en adelante ya saben a qué atenerse, los tránsfugas ya no harán lo mismo que antes hacían.

[Aclaración: tampoco es necesario dar instrucciones ni prohibir, porque la advertencia es tácita e implícitamente a priori, desde el momento que el “emérito” recibe la dote y la canonjía institucional].

[Aclaración bis: que manifiesten sus gustos, predilecciones o repugnancias, incluso el tono áspero, pero que no sean muy atrevidos en ciertas cosas].

—Ni modos, la cuesta es ardua y el camino está lleno de cabras y cabrones.

Un dato digregador: nomás durante el salinato, poco arribita de 700 intelectuales salieron a subasta pública. Ese sexenio fue uno de los mejores embutidos en el que sacaron tabla e hicieron raja gobierno y sujetos pensantes. Y el asunto de la «cotización» se ventiló en silencio y sin ruido, como la llegada de la vejez en vieja solterona (aunque cabe destacar que el embrión ya se había gestado desde tiempo atrás). Por razones personales y por la situación histórica, la predisposición ya estaba coagulada (haiga sido como haiga sido, ya sea por el derrumbe el socialismo real, ya sea por el excesivo distanciamiento entre la teoría crítica de izquierda y la acción práctica, ya sea por el hermetismo abstracto de los postulados marxistoides, ya sea por las tendencias esotéricas y el aislamiento social de los académicos, ya sea por la liberación de la carga significativa en la densidad de la palabras, etcétera).

Y después que a don Chente le pase la digestión de los tacos de lengua que se chutó, le caería bien echarse unos cuantos clavados a las páginas del «18 Brumario de Luis Bonaparte» para que critique sus propias ilusiones y clarifique el rumbo actual de sus coordenadas. En don José Vicente Anaya se verificó concretamente la conocida paradoja borgiana de «quien se aleja de casa ha vuelto». Escritores, artistas e intelectuales, luego de ondear las banderas de lo inverso, cuales viles camaleones se transformaron y en un idioma que no era el suyo dijeron: «tout a fui» (que en mexicañol quiere decir: todo se ha ido o chingó a su madre). El progresismo de los rebeldes sesentaiocheros fue puramente declarativo, una simulación que dio pábulo a que se les acusara de inconsecuentes y vendidos. Y en el estadio de la pasividad de una abulia y rebeldía constipada, los intelectuales, derrotados por la consunción y la perpetua escuela del disimulo, dejaron caer el telón de su comedia con la remachada fatalidad de «que sea la ley del mundo y lo que Dios quiera». Los que sabían masticar la lengua Sartre, antepusieron como inútil defensa la pancarta «homi sois qui mal y pense» (que en mexicañol significa: «malaya quien mal piense»).

—Como en el caso de Edipo cuando encuentra a su padre, así fue el efecto retroactivo de la ideología dominante sobre el pensamiento radical de los años de mozalbete de José Vicente Anaya.



NOTAS O GÜEVOS DE COCHI

1.- Sobre este vate, el lector o la lectora puede echarle un oclayo al «Vertedero de cretinadas», sito en elcharkito.blogspot.com, posteado con el cabezal «JOSÉ VICENTE ANAYA O EL HAMBRE DE LOS PIOJOS EN UNA PELUCA».

2.- Erasmo Katarino Yépez es un estimulador de las falsas dicotomías e hipócrita alebrije de las causas sociales. Con agresividad bravera es mamador de cualquier protuberancia o músculo inflamado que porte orificio. Imagínense, lo tuvieron que llevar con un sicólogo porque a la edad de 10 años todavía no dejaba de mamar chichi. Eso lo cuenta su mamá cuando se quejaba de que este becerro lepe le había dejado bien aguadas las bubis. Ha convertido la literatura en una letrina pestilente. Véanse los articulejos «ERASMO KATARINO YÉPEZ ANDA MIANDO FUERA DE LA BACINICA»

3.- Cuando digo que los escritores Martín Romero («La silla eléctrica», 1999) y Luis Humberto Crosthwaite («El gran preténder», 1990), son narradores «jóvenes», me refiero, más que a sus edades, a la posición que ocupan en el escalafón literario con relación (de inclusión y jerarquía) a narradores como Federico Campbell y Daniel Sada, que son aquellos lo que secundan a estos.

4.- Véase la blognovela «Regüeldos tertuleros», específicamente los segmentos «UN TOPO ACADÉMICO AL SERVICIO DE LA ULTRADERECHA» (capítulo VI), «EL YAHÍR DE LAS LETRAS TIJUANENSES» (capítulo IX), «UN YÉPEZ CAGÜILERO Y EXISTIROSO» (capítulo XLI) y «LA PALAVERSICH TAMBIÉN CAGA Y MEA FUERA DEL HOYO» (capítulo LVII).

5.- Otra bazofia yepeziana que hace las veces de poema es «EN LA CALLE COAHUILA», incluido en el libro ribeteado con el mamón título de «Por una poética antes del paleolítico y después de la propaganda». Es una porquería de roñosa inspiración que el abnegado, siervo chupador de becas conacultianas, trajo al mundo de la letrística en los momentos de su parasitaria faena.
NOTA: cualquier melolengo sin las mínimas nociones de teoría literaria, con facilidad puede dar fe que la pieza con la que el Erasmo Katarino Yépez, según él, rinde culto a ese ceriballo de lúmpenes, es un insípido engrudo de letras que ni siquiera un chamaco de cuarto año de primaria se atrevería escribir y, mucho menos, publicar. Vergüenza debería de darle al publicar esos productos sicopatológicos. Hubieran gozado más sus lambiscones adeptos si, en vez de leer inútilmente tal ridiculez seudopoética, el autor se azotara con una firula pa que estos güeyes levantaran una madre loquera y tirar la malilla, o playarse algún relingo socroso de alguna paradita sexoservidora. Debería darle un poquito de pena entregarse desvergonzadamente a jueguecillos como éstos:

"en las rancias cantinas y fachadas de mala cara
antros sarros de la calle Coahuila
coyotes y polleros norteados
atónitos pordioseros
encueratrices peludas de los sobacos (sic)
aprietan el paisaje"


[Pero, ¿cómo los congales y toda esa bola de cabrones y cabronas que mencionas pueden apretar el paisaje? Al contrario, lo expanden. Por otra parte, no hay forma más turulata de simular que se hace poesía que despilfarrando adjetivos e insertando como tema de la lírica una sociología barata, trufada de pesadas adjetivaciones y enunciaciones pueriles y trilladas].

"gringos llevados por bilingües taxistas
pierden su American Express
en un masaje a los huevos
que cuesta 20 pesos
en la Calle Coahuila"


[Eso de bilingües no es más que una vil patraña; pues los chafiretes o matagatos que se manducan la totacha son una minucia. La mayoría de ellos ni siquiera champurrea el 10% de tu lengua patronal, carnal. Y eso de que pierden su American Express es otro de tus delirios tremebundos que te agobian; pues, como es bien sabido, la mayoría de los gabardos que caen a los arrabales constituye el llamado turismo de a dólar. Es decir, son puros malandrines piojosos, pelones con dos tres bolas en los bolsillos y batillos o rucas que en su país los nombran basura blanca (american white trash). Ahora, ¿en que lugar del mentado Cagüilón le cobran a uno 20 varos por una sobada en los güevos? Dime para caerle allí, porque ya me urge que me den un masajito en los tanates].

—Podría seguir despanzurrando esta chuchería pero, como canta el puñalito oriundo de ciudad Juárez, no vale la pena.

6.- Al respecto de las dotes de poetastro, remito a los lectores al testículo intitulado «ERASMO KATARINO YÉPEZ O CUANDO LA POESÍA ES UNA CAMISA DE FUERZA».